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domingo, 19 de diciembre de 2010

Página 12 › EL TEXTO COMPLETO DE CARTA ABIERTA 8 Indoamericano, legados y desafíos

Desbordantes y conmovedoras, las jornadas de finales de octubre fueron de profunda congoja y de reafirmación militante, de reflexión y de energía galvanizada alrededor de un proyecto de transformación y emancipación de la patria. Días que quedarán registrados en la memoria popular como uno de esos momentos únicos en los que algo se sella. En la despedida y en el homenaje, en el fervor y el compromiso de miles y miles, se grabaron la palabra y el gesto inaugurador de nuevos horizontes de justicia y dignidad de Néstor Kirchner. Es a partir de la comprensión de lo abierto en mayo del 2003 que, teniendo como fondo la manifestación con la que una parte sustancial del pueblo argentino convirtió el dolor por la muerte de un protagonista central de la historia reciente en apoyo a su compañera y a la continuidad del proyecto nacional que ella lidera, que no podemos dejar de decir nuestra palabra, ante los tiempos graves y cargados de posibilidades que se manifiestan en estos días, en los que la convicción de avanzar hacia un país más justo es amenazada por las fuerzas de la destitución y de la regresión conservadora.

Por un lado, la polifónica voz de las multitudes entrando en la escena a anunciar su decisión de tomar en sus manos la vida política argentina, y por el otro los disparos. En la ruta 86 de Formosa, junto a las vías del Roca en Barracas, en las ocupaciones de predios del sur porteño, disparos, y en las calles y plazas y centros de reunión, la afirmación vital y desenfadada de un país a la medida de los sueños de quienes lo habitan y la voluntad de sostener y llevar adelante un rumbo. Contrapunto áspero y extraño, pero no imprevisible, cuyo sonido puntúa la singularidad del tramo histórico y las exigencias que esa singularidad plantea. Doloroso y esperanzado, abierto a lo inesperado y sometido a desafíos arduos de sobrellevar, el complejo y sorprendente momento histórico que estamos viviendo es efecto, ante todo, de una larga trama de necesidades populares y luchas por resolver esas necesidades, y ni la etapa iniciada en 2003 ni su persistente profundización desde entonces pueden entenderse sin asociarlas estrechamente a la lucidez con que fueron reconocidas necesidades y luchas y a la audacia con que se les buscaron soluciones.

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No son tampoco ajenos a los modos en que fueron reconocidas las necesidades y se implementaron soluciones la marea de pasión política y toma de conciencia que anima a multitudes en el país. Incluida, entre aquello que cientos de miles de argentinos se comprometieron públicamente a defender, la hasta entonces inédita decisión de hacer del rechazo a la represión a protestas o reclamos políticos o sociales un principio básico e irrenunciable. Apuntando a horadar ese principio, el despliegue de brutalidad que se llevó las vidas de Mariano Ferreyra, Roberto López, Rosemary Chura Puña, Bernardo Salgueiro y Juan Castañeta Quispe da cuenta de la falta de reparos con que se lanzan a recuperar sus privilegios el viejo orden neoliberal y quienes fueron sus beneficiarios. No extinguido del todo sino todavía operante en las estructuras de la sociedad, e incluso incrustado en el Estado mismo, el orden neoliberal. La movilización popular insinúa que es necesaria otra matriz estatal, y cuestiona un orden que sigue suponiéndose inmutable, en la línea marcada por Néstor Kirchner al ordenar, en un acto de tajante cuestionamiento a ese orden, que se descolgara el retrato del dictador Videla. Si la tentativa destituyente de las patronales agromediáticas no logró concretar su objetivo a través del triunfo de 2009, y si la decisión de doblar la apuesta que eligieron como respuesta Néstor Kirchner y Cristina Fernández produjo una eclosión de la política y la participación popular que resultaban inimaginables hasta poco antes, la actual carencia de perspectiva electoral lleva a que la fuerza destituyente pase por la violencia, además de la inflación y del ininterrumpido trabajo de erosión del gran empresariado mediático.

Nunca dejó de estar el recurso de la violencia en el mapa de lo posible, pero esta nueva irrupción lleva a interrogarnos por las condiciones que le sirven de base, más allá de la evidente constatación de que existen vigorosos poderes fácticos: como ningún otro presidente antes en la Argentina, fue Cristina Fernández quien hizo notar que gobierno del Estado y poder real no son sinónimos. Cuanto más crece la brecha entre ambos, más conflictividad: tanto una oportunidad como un peligro, si no se toma nota de lo que está en juego en la situación ni se actúa en consecuencia.

No se entiende la opción por la muerte que hace la antipolítica si no se repara en que este es un momento de inflexión histórica: la existencia rumorosa de vastos sectores que ya no sólo acompañan sino que decidieron dar un paso adelante, es una realidad, marca un giro en el interior de lo que comenzó hace diez años. Profundamente instituyente, la movilización popular hace que el proyecto kirchnerista ya no sea el mismo: vivir una situación que resultaba inimaginable en 2003 reclama dejar atrás las condiciones que traban el proyecto o juegan en su contra. La persistencia de esas condiciones –lo que cruje y reacciona– aparece expresada en los hechos de Villa Soldati, Formosa o Barracas, pero también en otros tramos de una cadena de la que forman parte los desalojos de campesinos del Mocase en Santiago del Estero, el asesinato de jóvenes movilizados en Bariloche, las persecuciones a campesinos en otras provincias del norte como consecuencia de la “conquista del desierto de baja intensidad” que están provocando quienes bregan por profundizar un modelo de especialización sojera de carácter excluyente, tendiente a reincidir en una inserción subordinada de Argentina en el mundo globalizado, en las antípodas del proyecto de autonomía nacional y de liquidación de las relaciones económicas asimétricas inaugurado por Néstor Kirchner.

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Porque se hizo mucho, precisamente, es que sale a reclamar atención lo aún no hecho. Tan vasto es el deterioro que produjeron la dictadura y los gobiernos neoliberales, que ningún esfuerzo reparador puede completar la tarea. Lo que ha sido intocado en estos años, precisamente, es lo que aparece en juego en estos días. Caldo de cultivo para los asesinos y los destituyentes, para la xenofobia y el racismo, lo intocado, las limitaciones que no fueron traspasadas en la vertiginosa marcha del proyecto en curso, hace que allí brote la mayor conflictividad. En el magma de los asuntos pendientes: vivienda, sistema ferroviario, tercerización laboral, persistencia de administraciones comunales o provinciales estrechamente vinculadas a sectores del bloque de poder, autogobierno de las fuerzas de seguridad, formas de burocracia sindical incompatibles con cualquier proyecto democrático y popular. Y sumado a todos ellos la emergencia de fuerzas privadas, las del narcotráfico, que surge con su poder económico, implantación territorial, fuente de sicarios, como nervio inherente a la conservación de un orden hecho de vida popular fragmentada y sin futuro para los débiles. Como el narcotráfico, los disparos de barrabravas y matones, y la virulenta belicosidad de pobres contra pobres hablan de una vida popular gravemente dañada. La lógica de las bandas y las mafias que aparecen con la despolitización sugieren que el proceso de descomposición social iniciado hace décadas tiene una profundidad tal que las decisiones a tomar por cualquier gobierno son difíciles de dilucidarse.

Es mucho, es complejo y es arduo lo que queda por hacer cuando las tramas a deshacer están tan arraigadas, y cuando los intereses económicos del bloque de poder y sus efectos contra los intereses populares operan sobre las oportunidades que el propio modelo actual les abre. No es sólo tarea de un gobierno ni puede hacerse si sólo optan por la expectativa quienes respaldan a ese gobierno. Más aún porque subsiste un Estado estructurado para que sobre él pudiera cimentarse el orden neoliberal. Y si con Néstor Kirchner fue posible dar un golpe de volante en lo que hace a la conducción del Estado, lo que no es poco en relación a la situación precedente, la necesidad de profundizar el proyecto choca contra los límites de un Estado que no está preparado para las transformaciones, terreno de batalla y problema a resolver para los cambios que insinúa el horizonte. Tanto la perduración de estructuras anquilosadas en el Estado nacional y las provincias como la de viejas y arraigadas lógicas del trabajo estatal que subyacen en la cultura argentina exigen buscar formas de superación por quienes aspiran a un sostenido y original proceso de profundización de la democracia.

La decisión de crear un Ministerio de Seguridad y confiarlo a la conducción de Nilda Garré va en dirección de dar la cara a lo pendiente. No debería ser necesario aguardar que el conflicto estalle, como a menudo sucede, para mostrar una solución capaz de sorprender y ratificar el camino iniciado en 2003, pero así y todo este es un paso que, si se prolonga con la misma osadía y firmeza en otros, establecerá la mejor base para que no se diluya lo conquistado. No habrá de ocurrir si no se lo hace enfrentando a las ilusiones triunfalistas que ocultan lo irresuelto, diluyen la percepción de los conflictos y se apoltronan en los datos de las encuestas para flotar pasivamente, lejos de la apuesta al riesgo que permitió los logros que, en múltiples terrenos, obtuvo el kirchnerismo, incluida la aprobación popular. Si entre los más notorios de esos logros se cuenta la vigorosa recuperación de la política, al igual que en otros países de América latina y a contramano de lo que aparece como la norma imperante en Estados Unidos y Europa, será la continuidad de la política, y no la superación de la política a través de la ilusión de una gestión que pretenda representar a toda la sociedad, como si no hubiera intereses contrapuestos, lo que permitirá seguir avanzando. Por la situación económica y por la existencia de un acrecido respaldo popular, el presente es el mejor momento para las reformas estructurales que el pueblo movilizado y las muy concretas urgencias de la población demandan.

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En este sentido, cobra toda su dimensión la idea de distribución de la riqueza. Hablar, hoy y aquí, de distribución de la riqueza implica hablar no sólo de más inversión social –refutando argumentos tales como que “están los recursos pero se administran mal” y a quienes sostienen las tesis de restricción y ajuste del FMI–, sino también, e imprescindiblemente, de una reforma tributaria. Hay una insoslayable necesidad de mantener en vilo el paradigma igualitario que caracteriza a este momento social, un rumbo que también reclama contar con una nueva ley de entidades financieras, la reforma de la carta orgánica del Banco Central, la participación de los trabajadores en las ganancias de las empresas y políticas de fondo para afrontar la amenaza de la inflación, apuntando a los formadores de precios y a quienes concentran la oferta de productos y su comercialización, aun con las inevitables resistencias y las maniobras obstaculizadoras, hasta violentas, que esas medidas van a desatar. No se resuelve la redistribución sin conflicto, y a nada está tan ligado el conflicto social en ascenso como a lo redistributivo.

Es la desigualdad social una de las acuciantes cuestiones que puso sobre el tapete la Presidenta al enfatizar que “todavía falta”, lo que hierve en el trasfondo. Que haya pobres lanzados masivamente a ocupar predios en busca del techo que no tienen es una cuestión alarmante, cualquiera sea el origen de esa decisión. Aunque no deja de incidir en ello la incapacidad del actual gobierno porteño para cumplir sus promesas y la monolítica indiferencia ante el sufrimiento social que resulta de su ideología y de los intereses que defiende, no alcanzaría tanta dramaticidad el problema si la brecha entre quienes tienen más y quienes tienen menos no siguiera jugando un rol determinante, aun con las distintas medidas adoptadas para reducir la desocupación y aumentar la capacidad adquisitiva de los sectores con menores recursos. Sobre ese espeso y candente caldo de cultivo operan los destituyentes, hoy abocados a promover, a través de sus reclamos de orden contra los “miles de tiranuelos que perturban a los ciudadanos” y de sus gritos de alarma ante la “falta de autoridad”, a generar miedo y odio, fogoneando una conflictividad apolítica o antipolítica que anule o sofoque el enérgico renacimiento del compromiso político y el estallido de la potencia de la afectividad compartida en la búsqueda de un destino en común, animados por la conciencia de que, como nunca en décadas, están puestas en juego dos alternativas de país, radicalmente excluyentes la una de la otra.

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Desde esa perspectiva, hay que seguir emancipando la historia nacional de las partes más corroídas que abriga en su seno, que, por ejemplo, hacen que la explotación de la naturaleza sea lindante con el saqueo, los negocios privados y la puesta en peligro del patrimonio natural común. Los pueblos originarios nos alertan sobre este riesgo que se cierne sobre toda la humanidad. No es sólo contra ellos que la injusticia y la fiereza de la Campaña del Desierto parecerían aún estar presentes. Es necesario entonces procurar un nuevo modo de justicia territorial, tejida con nuevas economías y reconocimientos comunitarios. Y si la represión es incompatible con las políticas del gobierno nacional, también lo es la expoliación, cuya persistencia implica, para la propia historia común, la amenaza de una fuerza paralizante, al servicio de pequeños núcleos concentrados de dominación. Contra esas y otras amenazas es que un generoso espíritu recorre el país apuntando a celebrar la tarea en común y será, seguramente, el que fortalezca y amplíe las realizaciones ya prácticas en materia de derechos humanos, justicia social, democratización de la comunicación y reafirmación del latinoamericanismo de los pueblos, en la senda de las más vigorosas medidas que caracterizan a este gobierno.

Hay una dimensión ética, por encima de cualquier consideración de oportunidad o conveniencia, en ese espíritu, y es impensable, sin ella, cualquier intento de transformación del Estado, fundamental para impedir una reversión hacia el pasado. No se trata de ser ingenuos o de cultivar un moralismo abstracto, ni de ignorar que existen correlaciones de fuerzas y debilidades propias, sino de apostar a despegarse de la comodidad de lo que se da por sentado. La policía que reprime y dispara no sólo cumple órdenes de los Estados provinciales y las jefaturas incapaces de sensibilizarse ante cuestiones históricas y sociales de primera importancia o ante la evidencia de que son necesidades primordiales las que llevan a agruparse para ocupar un terreno largamente adeudado. Escuchan estos sectores inmovilistas voces muy antiguas, textos muy conocidos, que siguen orientando desde las penumbras de la historia estos capítulos postreros de la Campaña del Desierto y de las patrullas de la Semana Trágica, con el modelo de soluciones drásticas para pueblos considerados inferiores o para extranjeros estigmatizados como una infección extirpable. Grandes nombres de nuestra historia y nuestra literatura, en una perspectiva progresista incluso, hablaron del mestizaje como un mal o de la incapacidad constitutiva de los pueblos indígenas para formar parte de la vida nacional, con parecida seguridad a la que ostenta Mauricio Macri al establecer las razones de la represión a sangre y fuego en la existencia de una inmigración incontrolada desde los países limítrofes. Emulo de la peste xenófoba que, como respuesta por derecha a la crisis, azota a Estados Unidos y Europa, Macri elige una dirección frontalmente contraria a los vientos de integración y hermandad sin fronteras, y con plena inclusión de las diversidades, que animan en este tiempo a América latina.

La formación histórica de la Argentina como nación registra un estilo que hay que superar. El del progresismo en su momento más vacuo, que en sus distintas vertientes políticas, científicas y militares, y en sus acepciones conservadoras y de izquierda, no supo comprender las más sensibles necesidades de un conocimiento sobre los flujos de la historia, la pluralidad de las formas civilizatorias y la existencia de derechos culturales preexistentes de los pueblos arrasados por la expansión de las fronteras agrarias del capitalismo, que hoy vuelven a mostrar su voracidad rapiñadora. Sin que esto sea sorprendente en los emisarios intelectuales y voceros armados de esa expansión que se pintaba con tintes épicos, fue muchas veces compartido por representantes de los pensamientos progresistas y por quienes están ligados a los movimientos de raigambre y vocación popular. Urge construir ahora un horizonte político del presente donde no se admita la reiteración del veredicto de inferioridad de pueblos que tienen otra concepción de la naturaleza, el conocimiento y la vida en general. Se hacen presentes, bajo la condena al mestizaje y la “defensa” ante el diferente “que viene a quitar espacio”, todos los fantasmas del exterminio. Fantasmas que subyacen entretejidos en los vasos capilares de vastas capas de la sociedad, incluso las más pobres, para emerger como pus cuando los intereses de un grupo político o la avidez perversa de los principales medios los convoca. Son los que olvidan que el lenguaje argentino abreva también en aquellos que, sometidos, introdujeron sus sonidos y las formas de sostener, frente a la opresión y la infamia, sus formas de concebir la naturaleza y las vicisitudes del tiempo.

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Si de ningún modo es la agenda del “orden” la que este gobierno acepta, tan explícitamente como sostiene el principio de que la vida está antes que la defensa de los bienes materiales y aleja a Argentina de cualquier club de países xenófobos, el sostén de tales políticas reclama advertir que no caben en nuestro tiempo los despojos de tierras a los campesinos, las muertes, la represión a los reclamos, la desprotección a las víctimas, las desigualdades ante la ley o ante la aplicación de la ley, por parte de la policía o de la Justicia. No puede tampoco haber tabiques conceptuales entre las culturas de las poblaciones aborígenes, criollas, inmigratorias antiguas y nuevas. Las luchas por la igualdad, la fraternidad y la libertad, en el plano ahora cultural y de los derechos, hacen a la característica de este tiempo. No es admisible que un disparo policial, surgido de marañas políticas insensibles y cómplices, tienda a desbaratar este rumbo latinoamericano y la decisión no represiva del Estado nacional. ¡Qué contraste cobra este burdo comportamiento de los núcleos políticos que defienden los grandes negocios, amparados en la máscara de federalismo que enmascara lo feudal, con las pronunciaciones y los acentos que dejan oír los representantes de los pueblos originarios! Hay allí un mensaje refundador de las formas más vitales del poderoso mensaje histórico que contiene la idea de federalismo, siempre en riesgo de convertirse en legitimación de una democracia menguada y una economía excluyente.

Transformaciones, las que se necesitan, que están reclamando una forma política capaz de abarcar una coalición nueva de ideas, estilos y actitudes. No se trata de repetir alguna de las experiencias que se ampararon en la denominación “frente”, con fortuna o sin ella, sino de reconocer en la activa e inquieta coexistencia de lo diverso y heterogéneo uno de los componentes más promisorios del movimiento popular que hoy se identifica con los cambios que la Argentina viene viviendo a partir del gobierno de Néstor Kirchner. Capaz de resaltar tanto la diversidad como lo que tienen en común quienes integran esa diversidad, la construcción frentista permite dar nombre y lenguaje a lo que en la experiencia kirchnerista viene de largas y arraigadas tradiciones y a quienes se encontraron expresados en esa experiencia, provenientes de vertientes muy diversas de la cultura política argentina, así como a los miles que en los últimos años abrieron por primera vez los ojos a la política y le dan un aire renovado. Decir que estamos ante un nuevo tiempo es decir que, aunque no deja de reconocer antecedentes, este es un tiempo que trae consigo componentes inéditos, como parte de una historia que jamás se repite, y plantea desafíos para los que no existen respuestas sino necesidad de buscarlas. Todo nuevo tiempo reclama palabras capaces de nombrar lo que hasta entonces no existía, y “frentismo” es la posibilidad de que encuentren un concreto lugar político esas palabras, tanto como los vocabularios y los estilos de los jóvenes que han encontrado en la política un mundo en que reconocerse y una pasión, con la consiguiente puesta en cuestión de los más notorios modos en que fue entendida la participación política en las últimas décadas, en la Argentina.

Esa necesaria diversidad requiere un tipo de práctica política que se aleje a pasos acelerados de las viejas mañas de hacer de cuenta que se respeta la opinión de todos pero se primerea con la propia para imponérsela al resto. Este es el momento de definir la práctica política necesaria para que encuentren lugar quienes no lo encuentran en las estructuras existentes y para asegurar los avances: hay una singularidad propicia en la vida política argentina de estos días, que ha salido a la luz como una evidencia jubilosa, y la movilización popular de fines de octubre reafirma allí un rumbo consistente. Muertes de muy diversa índole, inequiparables, coinciden en colocar ante una encrucijada a los miles que se identifican con la novedosa etapa política que estamos viviendo y apuestan a su extensión, única posibilidad de preservar lo logrado. El drama de los arrojados al margen sólo podrá ser atendido, reparado y juzgado de modo adecuado si emancipamos la historia nacional de sus engarces más oprobiosos. Emancipar la historia nacional, puesto que este es el momento de hacerlo, implica nuevas construcciones políticas y la sensibilidad renovada de democratizar la sociedad argentina junto a la comprensión misma de su compleja historia formativa. Otros cortes con un pasado de injusticia se han realizado. El más nítido, sin dudas, respecto de la trama de complicidades con el terrorismo de Estado. También, las reversiones de privatizaciones expropiatorias de los años noventa. Son actos de emancipación nacional. Otros nos esperan y nos exigen. El agrietamiento y descascaramiento de la capa de indiferencia y desinterés político que aletargaba la potencia instituyente de las mayorías nos dice que este es el tiempo para llevarlos a cabo.

lunes, 6 de diciembre de 2010

Requiem para Nestor Kirchner


Por Mónica Peralta Ramos *

A poco más de un mes de la súbita de-saparición de Néstor Kirchner, el mundo de la política se sacude al compás de denuncias de “apriete” oficial y cachetazos en el Congreso. Una oposición política fragmentada e incapaz de presentar una alternativa al oficialismo se desmadra en su afán por poner todo tipo de trabas a la acción de gobierno. En el ámbito empresario cunden las críticas sobre el descontrol de la inflación y la intromisión del Estado en la actividad económica al mismo tiempo que las grandes empresas monopólicas aumentan sistemáticamente sus precios, la inversión privada es sustituida por los subsidios del Estado y las ganancias de los sectores más concentrados de la economía registran niveles inéditos. Las elites políticas y económicas condenan el autoritarismo del Gobierno y convocan a la negociación y la búsqueda del consenso, pero con su accionar demuestran que éstos no son ni han sido sus objetivos y que lo único que importa son sus intereses sectoriales para cuya consecución cualquier método vale. En este contexto, pareciera que el autoritarismo es patrimonio de toda la dirigencia argentina.

Una vez más el país es víctima de una lucha sin cuartel entre sus elites, una lucha cuyo único norte es la apropiación de mayor poder económico y político en desmedro del interés general y por tanto de la unidad nacional. Esta lucha, que desangra al país desde sus orígenes, entra ahora en una etapa peculiar. A lo largo de los últimos siete años el Gobierno, con sus errores y aciertos, ha logrado llevar al primer plano de la escena política un debate sobre algunos de los ejes centrales a nuestro futuro como nación independiente. Esto ha arrojado un haz de luz sobre la estructura de relaciones de poder económico, político y cultural que traba nuestro desarrollo y condena a la exclusión y a la invisibilidad a vastos sectores sociales. En apretada síntesis estos ejes son:

1) El respeto por los derechos humanos y el juicio y castigo a los responsables del terrorismo de Estado. El rescate persistente y sin concesiones de la memoria colectiva de las atrocidades cometidas durante la dictadura militar ilumina la violencia represiva que subyace a la dominación política y ha puesto en relieve la necesidad imperiosa de consolidar la forma de gobierno democrática creando canales institucionales que permitan la participación popular en la toma de decisiones y el control sobre la gestión de gobierno en todos los niveles de la sociedad.

2) La necesidad de incluir a todos los sectores sociales en los beneficios del desarrollo económico, única forma de obtener un crecimiento económico legítimo. Esto ha impulsado un debate incipiente sobre las formas de producción, apropiación y distribución del excedente económico. Este debate posibilita una mirada crítica sobre las relaciones de poder económico imperantes en la actualidad, relaciones de poder que al estar basadas en la apropiación rentística y en ganancias extraordinarias obtenidas en condiciones de dependencia tecnológica y control monopólico de los mercados, condenan cada vez más a vastos sectores de la población al desempleo, la precarización, la miseria y el hambre.

3) La necesidad de democratizar el acceso a los medios de comunicación rompiendo el control monopólico que algunos sectores han ejercido y ejercen sobre los mismos. Esto permite poner en evidencia el rol que cumplen estos medios en la imposición de determinadas formas de mirar y pensar nuestra cotidianidad y nuestra historia, legitimando de este modo y perpetuando intereses sectoriales en desmedro del interés general.

4) La reivindicación de nuestra autonomía en materia de política económica, el cuestionamiento al consenso de Washington y al rol que juega y ha jugado el Fondo Monetario Internacional en nuestro país. Estas definiciones junto con la constitución de la Unasur arrojan luz sobre la estructura de relaciones de poder hegemónico a nivel global y su impacto sobre las sociedades dependientes.

La implosión económica, política e institucional del país en 2001-2002 creó las condiciones estructurales para un gran debate nacional sobre estos ejes. La “voluntad transgresora” y la “pasión de las convicciones” de Néstor Kirchner (según sus propias palabras) permitieron impulsar desde el Gobierno medidas que tendieron a provocar este debate. Seguramente se cometieron muchos errores en estos siete años. Probablemente este debate se podría haber hecho en forma más consensuada y explícita. Sin duda alguna hay mucho por discutir: la identidad del “modelo productivo” y sus limitaciones, la legitimidad de ciertas alianzas y negociaciones que parecen desvirtuar los objetivos propuestos, la limitación de las transformaciones propuestas y muchas otras cosas más.

Pero no perdamos la perspectiva y rescatemos lo esencial: gracias a estos siete años el país se ha movido hacia adelante. Vastos sectores de la sociedad empiezan a vislumbrar la necesidad de involucrarse en la construcción de un país más igualitario, más justo, más democrático y más participativo. La muerte de Néstor Kirchner ha puesto en evidencia que supo interpretar el sentir de las mayorías –y especialmente de la juventud– que encuentran una esperanza en la pasión por construir una nación independiente, más igualitaria y justa. Hoy su muerte no ha dejado un vacío de poder. Queda un pueblo movilizado que busca esperanzadamente nuevas formas de participación en la toma de decisiones. Queda al frente del país una Presidenta que ha demostrado en reiteradas ocasiones su compromiso con un proyecto de cambio. Queda también mucho por hacer. Los que nos identificamos con ideales “progresistas” deberíamos recordar que el camino se hace al andar, a condición de no perder las convicciones ni de empantanarnos en un vedettismo sectario y suicida. Los que se sienten amenazados de algún modo por este debate deberían recordar la implosión de 2001-2002 y preguntarse si un país anarquizado por el afán de poder y la codicia tiene algún futuro. A doscientos años del nacimiento de nuestra patria, todos deberíamos mirar críticamente nuestra historia buscando en ella las raíces de nuestros desencuentros actuales para poder así superarlos. Seguramente descubriremos que una nación no puede construirse en base a la lucha despiadada de intereses sectoriales en desmedro del interés general, y que la exclusión e invisibilidad de vastos sectores sociales conducen a la anarquía, al estancamiento económico y a la desintegración nacional.

* Autora de La economía política argentina: poder y clases sociales (1930-2006) y de Etapas de acumulación y alianzas de clases e

sábado, 4 de diciembre de 2010

En el nombre de la hija

Cómo hubiera investigado Walsh el asesinato de su hija Vicky

Elsa Drucaroff imagina una probable última pesquisa del escritor y cuestiona una época. Organizaciones armadas, mistificación y sexismo en debate.
Por Diego Rojas

Muchas veces se ha dicho que el periodista Rodolfo Walsh introducía en su oficio las artes del detective. Más aún, el escritor Carlos Gamerro propone que el investigador del policial negro sólo podría ser protagonizado, en la literatura argentina, por un periodista, tan imbuida de crimen se encuentra la institución policial. El Walsh detective se encuentra en Operación Masacre, ¿Quién mató a Rosendo? o El caso Satanowsky, entre otras. No por nada, ya integrado a la estructura militar montonera, Walsh sería el encargado de su aparato de inteligencia que lideraría hasta su caída en combate, un día después de que depositara en el correo su “Carta Abierta a la Junta militar”. Antes de escribir esa carta, antes de caer, su hija había caído a manos de los militares, Walsh había escrito otra carta.

“Hoy se cumplen tres meses de la muerte de mi hija, María Victoria, después de un combate con las fuerzas del Ejército”, comienza el texto de “Carta a mis amigos”, en la que explica cómo murió Vicky. “A las siete del 29 la despertaron los altavoces del Ejército, los primeros tiros. (...) He visto la escena con sus ojos: la terraza sobre las casas bajas, el cielo amaneciendo, y el cerco. (...) Me ha llegado el testimonio de uno de esos hombres, un conscripto: ‘El combate duró más de una hora y media. Un hombre y una muchacha tiraban desde arriba, nos llamó la atención porque cada vez que tiraban una ráfaga y nosotros nos zambullíamos, ella se reía. (...) Pero recuerdo la última frase, en realidad no me deja dormir. –Ustedes no nos matan –dijo–, nosotros elegimos morir. Entonces ella y el hombre se llevaron una pistola a la sien y se mataron enfrente de todos nosotros’.”

¿Cómo averiguó Walsh los últimos momentos de la vida de su hija? Sobre el eco de esta pregunta, Elsa Drucaroff construyó una novela que propone al escritor como protagonista de una búsqueda frenética. El último caso de Rodolfo Walsh. Una novela está construida con las herramientas que hacen al suspenso para desentrañar cómo fueron, quizás, esos días terribles para un padre, pero también para realizar una radiografía de una época. “La ‘Carta a mis amigos’ presenta indicios de esa investigación. El testimonio del conscripto, pero también esa frase: ‘He visto la escena con sus ojos’, que puede querer decir que Walsh mismo estuvo en el lugar de los hechos.” Drucaroff –escritora, crítica literaria y docente universitaria– señala que muchas ficciones nacen de una imagen. “Un poco antes de empezar a escribir la novela había nacido mi hijo Iván. En un momento de la carta, Walsh se pregunta por qué Vicky se reía cada vez que lanzaba una ráfaga de ametralladora y llega a la conclusión de que las cosas que la asombraban siempre la habían hecho sonreír. Eso detonó la imagen de papá Walsh que le compra a su nena una de esas cajas de las que sale un payaso y se la muestra miles de veces y, cada vez, la bebé ríe.”

El relato también analiza el espíritu de aquellos tiempos. “A lo largo de los años, se analizó a la lucha armada desde ángulos políticamente correctos. El primero fue el de la ‘teoría de los dos demonios’, que no permitía pensar la violencia e ignoraba nuestra misma historia. El otro discurso, el actual, tampoco sirve: el que convierte en héroes a todos los que murieron. Es hora de poder pensar por fuera de esa dicotomía, de pensar con libertad.” Drucaroff, que es una de las estudiosas más interesantes de la literatura joven actual, señala algunas variables de esa construcción: “La mistificación de la generación del ’70 implica un desprecio por los jóvenes que vinieron después, que ya no eran primaverales en el sentido político, no cargaban con el futuro a cuestas. La juventud sería drogadicta, borracha, imbécil, apolítica, estupidizada. Y esa es una construcción que les tiraron los padres a los hijos por la cabeza para no ver sus propias frustraciones”.

La novelista, feminista ella, también se cuestiona las relaciones de género que se establecían en la guerrilla. “Ser revolucionario en el orden de clases no significa ser revolucionario en el orden de género. Países que socializaron los medios de producción persiguieron homosexuales, sometieron a las mujeres. El machismo no se termina cuando un hombre se declara socialista. Eso lo inventaron para que las feministas no rompiéramos las pelotas –ríe Drucaroff, y especifica–: En las direcciones de los partidos revolucionarios de esa época, había muy pocas mujeres. A la hora de las reuniones, las chicas cebaban el mate o hacían café. Pero hay otros problemas. Una mirada de género sobre la lucha de clases abre preguntas. ¿Cómo puede ser que un hombre no sea capaz de interesarse por una vida chiquita? Que piense que la vida familiar sea una boludez al lado de hacer la revolución. No es sólo una cuestión personal, también es política.”

Estos y otros temas punzantes se plantean en una novela que no pierde jamás el ritmo y que conmueve. Curiosamente, Drucaroff data la finalización de su texto en otro tiempo trascendente. “La novela finaliza en diciembre de 2001. Era un tiempo de cambios, ya se habían desarrollado las consecuencias más atroces y nefastas de haber perdido la batalla de poder pensar otro país. Creo que en ese momento comenzó la posibilidad de hacer un balance sobre lo que ocurrió, con sus errores y aciertos.”